Sigiloso, sagaz como una nube blanca
que se diluye en el agujero negro de la oscuridad, se desliza sobre el tejado;
espía vacilante y expectante el cesto
concéntrico de ramas y hojas en la arista colonial del
techo del que se emiten débiles sonidos. La pareja en la entrada aguarda
al visitante trepador; en posición de
defensa perfilan sus pechos que son el blanco esperado en el primer zarpazo. Sonidos, ruidos, aleteos,
trinos ahogados. El rumiante se aleja con el golpeteo de la presa sobre el
techo, sangra la herida de la pareja asesinada, el nido quedó solitario.
Volátiles copos blancos surcan la noche y sentado triunfador, el felino
paciente frente al enrejado portón
aguarda sigiloso a la próxima
víctima.
Durante varias semanas permaneció sentado frente a las verjas de entrada.
Luego desapareció.
Al cabo de algunos meses, silentes pisadas se acercaron en la espesa noche cubierta de una neblina
blanca, cerrada, que no permitía distinguir nada cercano.
Se alejaron luego por la
vereda rocosa de baldosas salientes y
encorvadas. La trasnochada noche retomó
el silencio oscuro impenetrable.
Trastocada por el miedo traspasé la puerta de terracota pintada y desde
la ventanuca, con el oído inclinado
hacia el rectángulo del enmarcado
cristal traté de escuchar los ruidos del silencio.
Durante varias noches los pasos caminaron sobre el tejado y sobre mi
cabeza en el dormitante entresueño. Una
y otra vez y otra más, un ronquido rumiante me sobresaltó.
Escuché entonces el aleteo que
golpeando el tejado, caía en el espacio y se desarmaba. Al día siguiente las
vísceras y parte del plumaje se encontraban diseminados por el suelo
graminoso.
En lo alto, en la cumbre del pino, un nuevo grupo de extraños pájaros construían su morada. Semicírculos de picos corvos, ojos redondos, pupilas
enormes, cuerpos alargados, plumajes terrosos, trinos agudos
intimidaban el ambiente; enormes garras, se sostenían en las ramas que se
mecían hamacadas por la brisa de la tarde.
El aleto nuevamente me sobresaltó; una
víctima más en la cuenta del asesino. Me incorporé del sillón en el que
estaba sentada escribiendo un cuento corto frente a mi escritorio. Con rapidez, espié entre las tablillas de la
persiana y allí estaban luchando. En círculo una bandada de pájaros de la misma
especie se aglutinó.
El agresor se sintió prisionero sin ninguna probabilidad de una posible huída
Lo encerraron y
silenciosamente fueron devorando todo su ser. Tendida en el
suelo su piel de vellones de sedoso
y níveo pelaje era una mancha extendida sobre la gramilla del
parque.
Han pasado varios meses y todo ha regresado a la normalidad. De vez en
cuando los extraños pájaros en grupo regresaban al alto pino.
En el sillón, realizaba la corrección del borrador del libro que estaba ya finalizado sosteniéndolo entre las manos, leía sus últimos párrafos: Nuevamente los golpes sobre el tejado y los desgarrantes
y agudos sonidos de los pájaros, que más que sonidos parecían lamentos y
llanto. Espío el césped húmedo del otoño por las rendijas del ventanal y allí sentado, un enorme animal se ocultaba en la espesa niebla que apenas
dejaba adivinar al enorme anómalo con
apariencia de felino, ojos y cabeza de ladino y todo su cuerpo emplumado que espera paciente, sentado frente al portón
esperando a su próxima víctima.
MARÍA ANTONIA SASSI
Ilustración de Ileana Andrea Gómez Gavinoser sobre el cuento de María Antonia Sassi (copyright)
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